lunes, 22 de febrero de 2021

Una buena tormenta

 Corría el año1974, cerca de la primavera. Solo unos meses después de que el best seller lo hiciera popular en el mundo entero, un barco de guerra de la Armada española atravesaría el Triángulo de las Bermudas. Entre la tripulación existía una latente inquietud, al menos entre los que habían tenido oportunidad de leer aquel libro de Charles Berlitz que había inundado los escaparates de las librerías y que desde días antes de zarpar desde la base naval de Rota corría de mano en mano.

Cruzar el Atlántico, ida y vuelta, sería la última gran travesía del viejo barco, un portaaviones ligero curtido en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial que la Navy americana cedió a España a principios de los 60 del pasado siglo XX para convertirse en su buque insignia, el portaáeronaves Dédalo. Por fin el veterano cascaron iba a cobrar el grado de portaaviones gracias a los Harrier de despegue vertical que iban a ser embarcados en el base aeronaval de Jacksonville, en el estado de Florida.

Cruzar el triángulo de las bermudas resultó ser lo más tranquilo del viaje y transcurrió con absoluta normalidad en ambos sentidos. Nada fuera de lo común en el horizonte, ni el los cielos. Ni durante las minuciosas observaciones de las pantallas del radar ni en los partes meteorológicos hubo nada reseñable, pero las novedades no tardarían en producirse.

Ya en medio del océano, todavía lejos de tierra, una inesperada avería trastocó la vida a bordo. Una de las dos depuradoras del barco colapsó y los mecánicos no contaban con medios para reparar un tanque que debería ser sustituido. La segunda depuradora debió dedicarse entonces a lo más necesario, procurar agua para refrigerar las máquinas y para sostener la potabilidad del agua de consumo. Para desgracia de todos (por entonces todo hombres), las duchas quedaron fuera de servicio. La habilidad del comandante situó entonces en barco en el ojo de una borrasca impulsada hacia el conteniente europeo por las corrientes del golfo de México. Justo al borde de ese vórtice atmosférico, sobre una mar en calma, se produjo una densa y fría precipitación. Era tiempos en los que no existían móviles ni cámaras digitales, pero quien lo presenció no olvidará aquella imagen. Cientos de marineros, suboficiales y oficiales fuera de servicio, botella de champú en mano, duchándose bajo aquella lluvia torrencial. Una buena tormenta.



Este texto participa en la convocatoria #relatosTormenta de @divagacionistas

lunes, 25 de enero de 2021

Juan Gómez

Juan Gómez, “el otro hombre”, se despertó en mitad de la noche a causa del silencio. Sí, el mismo Juan Gómez que Delibes retrató al cumplir los veintisiete, entonces recién casado, y que seguía siendo usuario de una vivienda protegida. Fue el silencio, un profundo silencio, lo que provocó que abriera los ojos de repente. Estaba acostumbrado a que la radio sonara sin cesar en su mesilla, con la cadencia de esos programas nocturnos con los que gustaba de acompañar sus sueños aunque no lo sintiera, aunque no prestara atención. Si acaso se mantenía alerta al sonar las señales horarias que precedían a cada boletín de noticias. Pero esa noche la pequeña radio se apagó y el silencio provocó que despertara. Sin sus gafas solo pudo ver que las luces parpadeaban intermitentes. Escrutó la habitación y por la puerta entreabierta comenzó a vislumbrar otra luz. Se apartó de golpe el edredón, se incorporó y palpó el suelo con los pies en busca de sus zapatillas. Sin encender la lámpara de la mesilla la tanteó en busca de sus gafas y se dirigió al pasillo en medio de la oscuridad rota por una tenue luz que surgía por detrás  de una puerta entreabierta.


 
Se asomó con timidez, sin hacer ningún ruido. Ahí estaba ella, sentada ante la pequeña mesa sobre la que se apilaban algunos libros y de la que emanaba aquella luz. El brillo de la pantalla del ordenador dejaba ver que tenía varias ventanas abiertas. Se acercó y puso las manos sobre sus hombros para recorrer los bordes de su espalda hasta la nuca y trazó con sus dedos un  gesto entre caricia y masaje. Ella encogió los hombros sin dejar de teclear, ni siquiera le miró. Entonces Juan sintió un escalofrío y tomó conciencia del frío de la noche, uno mayor de lo normal. Mientras lamentaba haber dejado de ser atractivo para ella, abrió levemente la persiana. Se escuchaba el silencio, la urbe mostraba un extraño mutismo. Alrededor del haz de luz de la farola refulgían algunos copos que parecían flotar en el aire. Juan buscó con la mirada el fondo de la calle y suspiró azorado porque otra vez más, ese día como tantos otros, la nieve inmaculada y blanca estaba escondiendo la ciudad.