La verdad,
creí que ya no volvería a escribir algo así, pero, una vez más, vuelvo a
decepcionar y a decepcionarme. Si fuera verdad eso del karma (que no creo en
absoluto), muy, pero que muy malo tendría que haber sido en mi vida anterior,
terriblemente malo para merecer la que ahora sostengo a duras penas. Más vale
que el karma me hubiera hecho nacer lagartija, pero supongo que no me hubiera
ido tan mal.
Vivo aquí,
en un pueblo (pero pueblo, pueblo, por mucha industria y por mucho abolengo que
contenga), desde hace más de 30 años. La inmensa mayoría de los que aquí
vivimos somos inmigrados, procedentes de otras regiones, principalmente de la
Andalucía oriental y de la Castilla La Mancha más recia. Yo vine de Madrid, mi
ciudad, que una día tuve que abandonar con gran dolor porque las circunstancias
me marcaron la puerta de salida. Allí se quedó mi vida y con ella la única
persona a la que pude una vez sentirme unido, íntimamente unido, la única
persona en la que he sentido que podría confiar. Y la perdí, perdí el amor de
mi vida y se esfumaron mis sueños de una vida compartida con sosiego. Aquí, como iba
diciendo, jamás me abandonó la sensación de ser un extraño, ¡qué digo extraño!
¡un intruso! He hecho muchas cosas por este pueblo y sólo he recibido desprecio
y marginación. No le debo nada. No tengo que dar las gracias por nada. Actué de
buena fe, fui fiel a mis principios y me lo pagó con ostracismo e indiferencia.
Acabo de ver
mi saldo en la cuenta bancaria: cincuenta y seis euros, los últimos. Ya no me
queda nada. Lo he perdido todo. Invertí en una idea de negocio y mis socios
decidieron, un buen día, abandonar la actividad. Invertí en una idea ajena,
puse en ella todos mis ahorros, pero en seis años no he recibido ninguna
compensación y, por lo que se ve, terminaré perdiéndolo todo. Ya no me queda
nada, ni las joyas de mi madre, un bien con una grandísimo valor sentimental,
que me compraron al peso para poder pasar la últimas navidades que, a pesar de
eso, fueron muy, pero que muy austeras. No hubo extras, no hubo regalos…
Vivo acobardado por el dolor, esperando
sin paciencia y clamando desesperadamente un mínimo de atención, esperando que
me llamaran para operarme y, quizá, hacer desaparecer este intenso dolor que me
atormenta día y noche, sin poder moverme, aterrado porque un movimiento
descuidado me azote sin piedad removiéndome las entrañas. Ya me advirtió el
neurocirujano cuando me operó por segunda vez de otra lesión en la misma
columna vertebral. Me dijo que doler, lo que es doler, me iba a doler toda la
vida, aunque con su intervención me liberó de presión que una vértebra rota
ejercía sobre el nervio ciático. Ahora, dos hernias enquistadas en las
cervicales me producen extrañas sensaciones, no sólo de dolor, sino de fatiga,
mareo y pérdida de fuerza. Me pesa la cabeza como a un bebé, he perdido
sensibilidad en los dedos, la mano izquierda está siempre como dormida, me
duelen los antebrazos, los hombros y, aunque no sé qué sentirá un astado de
lidia cuando le clavan la divisa o las banderillas, a veces pienso que es algo
parecido a lo que recorre mi nuca desde el fondo del cráneo hasta golpear las
cuencas de los ojos. Pero nadie me llama, no me avisan.
Cuando
estuve convaleciente y lesionado, antes de la primera operación, gracias a que
estaba cotizando al mayor nivel que me era posible, puede disponer de una paga
con la que soportar mi incapacidad. Luego, sin yo saberlo, me pasaron a la
situación de “pensionista” y dejaron de cotizar por mi. Luego, un tribunal
médico, a sabiendas de que esperaba una tercera operación, decidió que era
“apto” para el trabajo y me retiró una ayuda que ya me había sido mermada. Tuve
que cerrar la empresa de la que, como cotizante autónomo, era administrador y
responsable. Tuve que despedir a las personas que en ella trabajaban. Tuve que reducir
mi actividad a lo que escasamente era capaz de hacer, poco, muy poco. No puedo
conducir, no me atrevo porque sería un riesgo para mi y para la vida de los
demás. Hace tanto que no conduzco que hasta, por no poder renovarlo, he perdido
mi carné de conducir, ese de coche y moto que obtuve con dieciocho años recién
cumplidos cuando era un soldado, un marinero de la armada, un cabo electrónico
que dedicó demasiados años de su vida a un ejército que no lo merece porque esa
actividad no contabiliza ni como trabajador, que lo fui, ni como nada.
Ahora, sin
poder desplazarme, dependiendo siempre de alguien para poder hacerlo cuando la
Seguridad Social me cita en Valencia (un viaje de doscientos kilómetros entre
ida y vuelta), o en Alicante, o en Alzira, o en Alcoy…, siempre lejos, porque
vivo en un pueblo, he perdido todos mis clientes. Clientes de Orihuela,
Torrevieja, Elda, Alicante, Madrid, Valencia, Zaragoza o Gijón que tanto
esfuerzo me costó conseguir… Ahora, el trabajo al que tantos años y esfuerzo he
dedicado, a duras penas lo puedo hacer y si el escaso que se me encarga lo
acepto y hago es porque no tengo más remedio, por mucho que me cueste, porque
no tengo más ingresos que los que así, a duras penas, pueda conseguir. Pero mi
trabajo no vale nada. Aquí, en Ibi, el pueblo en el que estoy encerrado y
constreñido, la emisora municipal, la radio pública lo hace gratis. Producen
piezas publicitarias sonoras sin cobrar nada por la producción, ni siquiera los
derechos de autor por la música que le colocan al anunciante en sus cuñas de
más de noventa segundos, plagadas de tópicos, frases hechas y precios, porque
el precio es el “gancho”. Siempre el precio.
Me he
quejado, he pedido de palabra y por escrito zanjar esa injusticia. El
Excelentísimo Ayuntamiento, tan estricto en el cumplimiento de normas, no
contesta, su alcalde no contesta ni correos ni mensajes. El desprecio es
manifiesto. Después de varios correos electrónicos documentados con anexos, el
Consejo de Administración me pidió un “informe”, lo hice. Siete meses después
sólo me dijeron que lo verían. Gracias, muchas gracias.
Ni yo ni mi
trabajo sirven para nada, ni valgo ni vale nada. Es obvio que estoy demás, que
estoy molestando. En vez de retirarme las ayudas, hasta las más miserables, y
de no prestarme atención abandonándome en mis dolores físicos, la Seguridad
Social tendría un comportamiento más humano proporcionándome un método más
rápido e indoloro para hacerme morir. Es más humano hacer morir a alguien
proporcionándole una pastilla que negándole poder comer o contribuyendo a que
pierda su casa (porque me queda hipoteca por pagar que no podré pagar y me
echarán de mi casa, claro) para que termine muriendo en la calle.
O sea, que después de
todo eso, perderé, también, mi dignidad. Y no, no lo voy a consentir. Si alguien
tiene que acabar conmigo, ese seré yo. Por eso, cabrones, os dejo en paz. Repito
aquello de que no tengo nada que agradecer a nadie. Habéis abusado de mi cuanto
os ha sido posible. Me habéis robado, engañado, denostado, insultado, mancillado,
humillado… Nada de eso importa porque antes de todo eso ya me habíais decepcionado.
No valéis, nadie, ninguno de vosotros, más que yo, aunque lo pensáis. Algunos, vosotros sabéis
quiénes sois, habéis sido del todo despreciables. Os recuerdo que vais a morir,
igual que yo ahora. Sólo a los monstruos no les pesa la conciencia, porque no
la tienen. Adiós sinvergüenzas.