lunes, 25 de enero de 2021

Juan Gómez

Juan Gómez, “el otro hombre”, se despertó en mitad de la noche a causa del silencio. Sí, el mismo Juan Gómez que Delibes retrató al cumplir los veintisiete, entonces recién casado, y que seguía siendo usuario de una vivienda protegida. Fue el silencio, un profundo silencio, lo que provocó que abriera los ojos de repente. Estaba acostumbrado a que la radio sonara sin cesar en su mesilla, con la cadencia de esos programas nocturnos con los que gustaba de acompañar sus sueños aunque no lo sintiera, aunque no prestara atención. Si acaso se mantenía alerta al sonar las señales horarias que precedían a cada boletín de noticias. Pero esa noche la pequeña radio se apagó y el silencio provocó que despertara. Sin sus gafas solo pudo ver que las luces parpadeaban intermitentes. Escrutó la habitación y por la puerta entreabierta comenzó a vislumbrar otra luz. Se apartó de golpe el edredón, se incorporó y palpó el suelo con los pies en busca de sus zapatillas. Sin encender la lámpara de la mesilla la tanteó en busca de sus gafas y se dirigió al pasillo en medio de la oscuridad rota por una tenue luz que surgía por detrás  de una puerta entreabierta.


 
Se asomó con timidez, sin hacer ningún ruido. Ahí estaba ella, sentada ante la pequeña mesa sobre la que se apilaban algunos libros y de la que emanaba aquella luz. El brillo de la pantalla del ordenador dejaba ver que tenía varias ventanas abiertas. Se acercó y puso las manos sobre sus hombros para recorrer los bordes de su espalda hasta la nuca y trazó con sus dedos un  gesto entre caricia y masaje. Ella encogió los hombros sin dejar de teclear, ni siquiera le miró. Entonces Juan sintió un escalofrío y tomó conciencia del frío de la noche, uno mayor de lo normal. Mientras lamentaba haber dejado de ser atractivo para ella, abrió levemente la persiana. Se escuchaba el silencio, la urbe mostraba un extraño mutismo. Alrededor del haz de luz de la farola refulgían algunos copos que parecían flotar en el aire. Juan buscó con la mirada el fondo de la calle y suspiró azorado porque otra vez más, ese día como tantos otros, la nieve inmaculada y blanca estaba escondiendo la ciudad.