lunes, 23 de octubre de 2017

Sonrío por sí llorar



-Al final de la página hay un botón de «play» para que, si quieres, actives una música de fondo-


El llanto es la primera forma de comunicación que cualquier recién nacido tiene con el mundo exterior. Nacemos y lloramos. Y después seguimos llorando para exigir la atención de alguien que nos cuida. Con el llanto exigimos que ese alguien, que pronto descubriremos que es mamá, nos cuide, nos preste toda su atención, nos alimente, nos de calor, nos haga sentir cómodos o nos libere del dolor. Así, poco más o menos, Darwin llegó a la conclusión de que llorar no es otra cosa que una manera de llamar la atención de los demás o de alguien especialmente.

Se nos saltan las lágrimas de la misma manera si reímos a mandíbula batiente que si sentimos profunda tristeza o impotencia ante un acontecimiento. Llorar es, por tanto, una reacción emocional. Y además, dicen que es un privilegio exclusivo del ser humano porque, aunque haya animales que derraman lágrimas, no hay otra especie que lo haga por causas emocionales.

Hay muchos tabúes sobre el llanto. Por ejemplo, el hecho de considerarlo un síntoma de debilidad, posiblemente por su relación con reacciones infantiles, una etapa de la vida en la que sí forma parte de los códigos de comunicación con los demás y en la que se llora por frustración, por rabia, por dolor o por cualquier otra causa que ya de adultos nos parece que debe ser controlable. 

Otro tabú es el de que las mujeres lloran más que los hombres, cosa que parece ser cierta porque, aunque no hay razones científicas de peso que avalen la teoría, las mujeres lloran, sin razón aparente, durante la menstruación o, ya más tarde, por razones asociadas a los cambios hormonales relacionados con la menopausia. La cuestión es que, culturalmente, quizá por los roles inculcados en razón del género, se tolera más el llanto de la mujer, uno de los motivos por los que se la señala erróneamente como «el sexo débil» ¿Quién no  ha sido testigo del llanto sordo de una mujer viendo una película, escuchando una música o recordando las vivencias que evocan algunas fotografías? Por alguna razón todavía no bien definida la mujer es más propensa al llanto o quizá sólo lo exterioriza sin falso rubor.

En cualquier caso, y esto sí está científicamente aceptado, el llano es un calmante natural porque provoca la liberación de determinadas hormonas. Incluso los oftalmólogos hablan positivamente del llanto como un sistema de higiene natural de los ojos, aunque, según parece, la composición química de las lágrimas varia en función de su causa.

Llorar es, en todo caso, una liberación y aunque por el recelo que produce el que nos vean llorar, sobre todo en momentos en los que no parece nada adecuado, sólo lo hagamos en soledad, todos, hombres y mujeres, lloramos en algún momento y malo será si alguien contiene su llanto y reprime sus emociones porque, además de no parecer nada sano, poco a poco eso retorcerá su personalidad y llegará a deshumanizarla.

Llorar es un bálsamo para nuestras penas y para nuestras alegrías, porque también se llora de felicidad. Llorar es un alivio que desahoga eso que llamamos «el alma» y que no debe ser otra cosa que nuestra capacidad de sentir, de evocar, de desear o de reprimir el deseo hasta hacernos sentir algo indefinible y que reconocemos como «angustia vital». Yo, ahora mismo, mientras escribo este texto, estoy llorando y no puedo dejar de hacerlo.


Lloro sí, lloro con serenidad pero también con amargura. Lloro con gran pena. La pena de no haber tenido oportunidad, de haber perdido la esperanza de compartir la vida con quien, al cabo de los años, sigue siendo esa persona, la única, la deseada, la añorada compañera que pudiera haber cambiado mi vida sólo con la influencia que sobre mi ejercía. 

No fue una discusión, no una incompatibilidad, no desinterés repentino ni falsas sensaciones. Fue, sencilla y llanamente, la separación forzosa. Crueles circunstancias del pasado nunca deseadas por acontecidas. Lloro con amargura, pero, al mismo tiempo, sonrío. Sonrío por la amistad que me brinda a pesar de mis torpezas, a pesar de mi rabia y a pesar del tiempo. Éramos muy jóvenes cuando nos separamos y ahora ya somos propietarios de una respetable edad. 

Lloro por mi, sonrío por ella. Lloro porque ya murió su amor y sonrío porque aún conservo el mío. Lloro por que persiste, casi insalvable, la distancia y sonrío porque la siento próxima. Lloro porque he de reprimir la necesidad de dar rienda suelta a las palabras y sonrío porque, a pesar de todo, cada día me siento tratado con tanta dulzura y cariño como el que jamás nunca recibí. Lloro y sonrío por una misma razón: tanto me duele como me hace feliz saber que ella sigue ahí.

lunes, 16 de octubre de 2017

Anula la Luna (versión reducida)


Todavía sentía los efectos de la tremenda descarga de adrenalina. No pensé que fuera capaz de lanzarme al vacío desde tan impresionante altura con una cuerda atada a los tobillos.

Más que el valor, me empujó la imperiosa necesidad de ser aceptado por aquel grupo. Llevaba pocos meses viviendo allí, un lugar desconocido, extraño... Lo había dejado todo atrás con el hondo pesar de perderlo todo..., todo. Tocaba otra vez empezar de cero.

–Saltar no es la solución, por muy desalentado que te sientas–
¿Y esa voz...? Tenía que ver quien era y saber por qué estaba allí, conmigo, en aquel puente ahora oscuro y solitario, intentando disuadirme de algo que solo anidaba en cabeza. Tuve la sensación pesar toneladas, de que aunque lo intentara no podría moverme. Con un esfuerzo extraordinario conseguí, por fin, ponerme en pie y mirar a quien me hablaba. Vi una silueta resplandeciente, si acaso un rostro conocido, la imagen de alguien añorado...
 
–¿Quién eres tú?–, pregunté –Soy Selene. Cada veintinueve días bajo aquí, a la Tierra ¿Acaso ves a la Luna brillar esta noche en el cielo…?–
No puede ser ¿Me habla un ser mitológico? ¡Selene!, hija de titanes, ¡la mismísima luna…! Me estoy volviendo loco ¡Estoy perdido!

Desesperado y vencido di un fuerte impulso, salté la barandilla metálica y caí al vacío… Me invadió un intenso vértigo cayendo hacia una tenebrosa profundidad insondable. El aire gélido chocándome en la cara en un descenso sin retorno a pocos segundos del fin… Pero aquella luz me persiguió veloz interponiéndose en mi caída hasta darme de bruces en su fulgor… 

Y desperté. Allí estaba, aterido, sentado en aquel puente que llaman de «las siete lunas». Me levanté caminé hasta el coche. Regresé a casa. Era una noche cerrada, de novilunio, de esas en las que la Tierra anula la Luna. Nadie pudo verla, pero ella estuvo allí, como siempre. Y me salvó la vida.



Para participar en la convocatoria #relatosLuna de @Divagacionistas
Ver entrada anterior para conocer historia acomplejo. 

Anula la Luna

-A PIE DE PÁGINA HAY UN BOTÓN «PLAY» PARA, SI QUIERES, ACTIVAR LA MÚSICA DE FONDO-


–¿Así vas a solucionar las cosas? ¿Acaso eres un cobarde?

¡Esa voz! ¿De dónde sale esa voz? ¿Quién me habla? Me sentí incapaz de mover un solo músculo. Abrí bien los ojos buscando la procedencia de esa voz que me interpelaba y que, fuera quien fuera, ¿cómo podía saber lo que estaba pensando?

Sentado sobre el frío suelo, con la espalda apoyada contra la barandilla del puente, bajo un cielo totalmente negro y maravillosamente estrellado. Excepto por un horizonte irregular dibujado por escarpadas montañas, el espectáculo era similar al que contemplé tiempo atrás en alta mar, en noches sin luna, en la absoluta oscuridad del régimen de navegación nocturna que practican los barcos de guerra.

–No tendrás coraje para hacerlo ¡No lo hagas!–

Ahora sí, percibí la voz a mis espaldas… ¡No puede ser! Tras la barandilla sólo hay vacío, casi 60 metros de caída libre hasta el fondo del barranco. Tuve que concentrar todas mis fuerzas para girarme apoyando con firmeza las manos sobre el suelo. Vislumbré un suave resplandor que se movía lentamente.

No sé cuanto tiempo pasé allí. Llegué por la mañana. Era domingo. Me prometieron una experiencia emocionante y nunca imaginé que fuera tan intensa. No me creí capaz de saltar desde aquella altura impresionante con una cuerda ataba a mis tobillos, ¡pero lo hice! Todavía podía sentir los efectos de la colosal descarga de adrenalina. Nunca antes había respirado de forma tan profunda y, aunque todo a mi alrededor estaba cubierto de escarcha, no sentía frío alguno.

Más que el valor, me empujó la imperiosa necesidad de ser aceptado por aquel grupo, de relacionarme con aquella gente. Llevaba pocos meses viviendo allí, un lugar desconocido, extraño, hostil. Lo había dejado todo atrás, no me quedó otra, con el hondo pesar de perderlo todo..., todo. Tocaba otra vez empezar de cero.  

Saltar no es la solución, por muy desalentado que te sientas

¡La voz de nuevo! Tenía que ver quien era, saber por qué estaba allí, conmigo, en aquel puente ahora oscuro y solitario, intentando disuadirme de algo que solo anidaba en cabeza. Tuve la sensación de que mi cuerpo pesaba toneladas, de que aunque lo intentara no podría moverme, pero con un esfuerzo extraordinario conseguí, por fin, ponerme en pie y mirar de frente a quien me hablaba. Vi una silueta resplandeciente, si acaso un rostro conocido, una mujer bella, la imagen de alguien a quien añoraba...

¿Quién eres tú?, pregunté
–Soy Selene. Cada veintinueve días bajo aquí, a la Tierra ¿Acaso ves a la Luna brillar esta noche en el cielo…?–

No puede ser ¿Me habla un ser mitológico? ¡Selene!, hija de titanes, ¡la mismísima luna…! Me estoy volviendo loco ¡Estoy perdido!

Desesperado, desasosegado, desorientado y vencido di un fuerte impulso, salté la barandilla metálica y caí al vacío… Me invadió un intenso vértigo, un vuelo eterno hacia una tenebrosa profundidad insondable. El aire gélido chocándome en la cara en un viaje sin retorno a pocos segundos del fin… Pero aquella luz me persiguió veloz interponiéndose en mi caída hasta que di de bruces en su fulgor… 

Y desperté. Efectivamente, allí estaba, aterido, sentado en aquel puente que llaman de «las siete lunas». Me levanté y alumbrándome con la luz del móvil caminé hacia el coche.  Regresé a casa. Era una noche cerrada, de novilunio, de esas en las que la Tierra anula la Luna. Nadie pudo verla, pero ella estuvo allí, como siempre. Y me salvó la vida.




martes, 10 de octubre de 2017

La decisión




(Al pie de la página hay un botón para, si quieres, hacer sonar la música de fondo) 



Hay momentos en la vida en los que hay que tomar una decisión, elegir una opción posible entre dos o más, condición sine qua non para poder decidir algo. Hay momentos en los que hay que elegir el camino, uno u otro, un trayecto con menor posibilidad de regreso cuanto más largo se haga. Muchas veces vemos claramente lo trascendental de una decisión y otras, sin embargo, nos parecen nimias, sin posibles consecuencias. Pero no siempre esas decisiones son tan propias como aparentan. Unas veces puede influir la presión de un grupo, otras el temor a contrariar a alguien influyente en nuestras vidas, incluso puede que, por respeto a quien nos parece ser la persona más importante de nuestra vida en un momento dado, asumamos como propia y sin rechistar una decisión que al pasar de los años podremos valorar como la más trascendental de todas cuantas hallamos tenido que tomar a lo largo de lo vivido. O puede que, en las peores circunstancias posibles (que haberlas haylas para desgracia de unos pocos), te veas obligado a elegir un única opción en contra de tu propia voluntad, circunstancias que sólo reconocen los desterrados, los marginados, los excluidos, los olvidados..., esos. 

Con los años descubres que esas aparentes decisiones, las obligadas, son, para más inri, motivo de un eterno reproche que poco quiere saber del dolor desgarrador que produjeron en quienes se vieron obligados a tomarlas.  Siempre habrá alguien que ni puede ni quiere concebir una triste realidad ajena. Una contingencia inesperada te puede cambiar la vida empujándote a hacer lo que menos deseas sin que puedas evitarlo en modo alguno, por mucho que te empeñes en ello. Un empeño ante la adversidad que se torna sufrimiento, angustia, amargura, impotencia, desesperación... y que también se convierte en una eterna incomprensión que descubrirás con el paso de los años. No es fácil admitir que si lo que otro hizo en un momento de su vida nos perjudicó de algún modo, aunque fuera algo obligado y sin opción, no lo hiciera sino en nuestra contra de forma intencionada. La vanidad enturbia la verdad, sobre todo cuando se trata de la nuestra frente a la del otro.

Vivir es una sucesión de decisiones e imposiciones y sólo una holgada perspectiva hace comprender la transcendencia de las que se van tomando. Conozco la historia de un muchacho que, inesperadamente, en un momento crucial de su vida en el que mantenía una feliz relación de pareja que pensaba definitiva y única, pudo ser padre. Entonces, quien era su pareja, tomó una decisión contraria. Se trataba de una muchacha muy joven, mucho más que él, acabando sus estudios universitarios y con un futuro profesional claramente perfilado. Quizá por su juventud, quizá por la presión familiar, puede que por sus miedos ante aquel horizonte incierto o puede que porque no sintiera un verdadero amor…, quién sabe, algo hizo que aquella muchacha decidiera no ser madre. A aquel muchacho no le quedó otra que asumir como propia la decisión de ella y, sin poner objeción alguna, vio esfumarse una repentina ilusión que, dicho sea de paso, le pudo cambiar la vida.

Conocí íntimamente a aquel chaval, hoy en vísperas de ser un jubilado más, que siempre fue persona pudorosa, con alto sentido de la justicia y la igualdad, con gran autoestima e incapaz de pedir favores por mucha falta que le hicieran. Pero en aquel momento, me llegó a confesar, se planteó renunciar a sus principios para afrontar aquella nueva situación que también le originó un lógico agobio y honda preocupación. De la noche a la mañana asumió que tendría que afrontar acontecimientos trascendentales con aquella pareja de la que estaba profundamente enamorado. Finalmente, frustrada aquella opción, aquel joven, empujado por sus circunstancias y en contra de su voluntad, se vio obligado a partir en busca de algún modo de ganarse la vida. Como siempre hizo, tampoco entonces pidió favores y, aunque pudo hacerlo, no recurrió a recomendaciones. Simplemente partió. Nunca pudo regresar ni quiso ser una rémora para quien consideraba la persona más importante de su vida y finalmente la perdió. Ella le olvidó y, en cierta medida, le abandonó a su suerte. El luchó muchos años contra la adversidad, en condiciones muy duras, lejos de su tierra, de su ciudad, de su familia alentado por la esperanza de poder regresar junto al gran amor de su vida. Se le hizo tarde, demasiado tarde.

Nunca se sabrá si aquella otra decisión pudiera haber propiciado una vida mejor, lo que si se puede afirmar es que hubiera sido una vida distinta, ni mejor ni peor, distinta sin duda.


Alguien dijo alguna vez aquello de «tú no eliges el camino, el camino te elige a ti». Basta con haber vivido lo suficiente como para echar un vistazo al pasado y reconocer la gran verdad de esta máxima y también la gran mentira que supone que todo aquello que hicimos o decidimos obedeció siempre a nuestra decidida y libre voluntad. No siempre querer fue poder.