martes, 12 de septiembre de 2017

Silencio, por favor



-Hay música de fondo, sí. Baja, baja el volumen. Se trata de que sea eso, un fondo-


Hay una vieja canción de Nat King Cole (¡madre mía, que mayor soy!), que decía…: «ansiedad de tenerte en mis brazos musitando palabras amor… ». No declarando, expresando o diciendo, no, musitando, musitando. Hay cosas que merecen estar tan próximas al silencio como sea posible porque las palabras, por muy necesarias que se hagan de pronunciar, no pueden superar lo que se puede decir de otras maneras, casi en silencio. No quiero decir que el silencio sea obligatorio ni que haya que mantenerlo todo el rato, no. Las cosas, y más las que se sienten, hay que decirlas, no conviene dejarlas dentro.

He trabajado muchos años en la radio (no tantos como hubiera querido), pero quizá sea por eso por lo que estoy acostumbrado a guardar silencio y a emplear un tono comedido para hablar. Comedido no quiere decir irritantemente inaudible, digo un tono perceptible, un tono que se ha ido educando en un ambiente en el que el silencio es obligado cuando trabajan otros y que enseña a tener un timbre de voz comedido cuando lo hace uno mismo. En la radio, cuando hablamos de la voz, hablamos de «modular», «enfatizar», «proyectar» o de «impostar» (no confundid con “«engolar», algo denostado por profesionales, aunque se dé entre algún que otro pedantillo epatante), matices que dan idea de la sutil delicadeza con que se maneja. A quien interese ahondar en el tema recomiendo este libro.

Los españoles, portadores de ese 'gen latino' que nos caracteriza, tenemos merecida fama, sobre todo entre nuestros vecinos europeos, de ser unos gritones. Chillamos, somos estridentes, hablamos como si elevando la voz por encima del otro nos diera la razón; no hay más que ver las tertulias de la tele. Me aterroriza tener que asistir a esos ágapes en los que el ruido llega a ser insufrible, no en vano el nivel de decibelios de una conversación entre humanos es equiparable al que produce el tubo de escape de una motocicleta. Huyo de restaurantes, cafeterías y sitios en general en los que es ostensible el griterío. Detesto tener que escuchar conversaciones ajenas desde considerable distancias. En la sala de estar de mi casa, una antigua con gruesas paredes de piedra, oigo a mis vecinos, y, más que molestos, se me hacen insoportables los gritos desaforados de quienes 'se divierten' en la calle sin el más mínimo recato, como auténticos energúmenos de la contaminación acústica.

Ni valoramos el silencio, ni apreciamos el susurro. El silencio, para el que sólo en el lenguaje musical existe un símbolo que lo represente, es también elocuente, expresivo o valorativo. El susurro es consustancial a la calidez humana, a lo dicho con ternura, a la entonación sosegada, apasionada y profunda ¿Qué puede superar ese silencio compartido mientras tienes a quien amas entre tus brazos musitando palabras de amor… ? Pero si es de Amor de lo que  de verdad queremos hablar y si de Amor se trata, entonces no hay mejor motivo, y mucho otros hay, que justifique pedir silencio, por favor.

lunes, 11 de septiembre de 2017

El beguine



-Sí, hay una música. Es mejor bajar el volumen todo lo posible y dejarla que suene como paisaje de fondo-


Voy conduciendo por la autopista. Me he pasado la salida ¡Mierda!, no llegaré a tiempo. La hora se echa encima y avanzo sin levantar el pie del acelerador buscando desesperadamente un cambio de sentido. Ojalá pudiera girar aquí mismo, pero es imposible. Tengo que volver a la salida…

De repente, una vieja melodía por la radio. Me suena ¿cómo se llama…? la tarareo mentalmente… ¡Ah, sí, ya me acuerdo! Begin the beguine ¿Por qué la traducirían «Volver a Empezar» si no tiene nada que ver con el título? No sé, supongo que será por eso que dice la letra de “cuando comenzó el beguine regresaron a mí tiernos recuerdos” y no sé que más…  Pero, ¡qué narices estoy pensando! Voy a llegar tarde y el dichoso cambio de sentido no aparece ¡Maldita autopista!

El tiempo pasa y ya es inevitable, no llegaré. Empiezo a pensar que nunca debí hacer este viaje y mucho menos sin avisar. Se hará de noche y no podré encontrarla cuando vuelva a casa del trabajo ¿Cuántos años han pasado? Treinta, treinta y cinco… No sé, muchos, demasiados, ¡toda una vida! Pero hoy, por fin, volveré a verla ¡si llego a tiempo!

¡Por fín! Ahí hay una señal de cambio de sentido. Vamos allá. Sé que está cerca pero la distancia se me hace eterna. Parece que nunca voy a llegar ¡Cuánto tiempo pensando en este día! Pasaron tantas cosas… El tiempo pasó y pasó y todo se puso en contra de que llegara el momento de poder regresar. Pero hoy es ese día. Siempre ha sido y será mi gran amor..., el Amor de mi vida.

¡Bien! He llegado a tiempo. Buscaré aparcamiento y esperaré. Seguro que no tarda. Miró el reloj del teléfono. Los segundos se mueven a cámara lenta ¡No puedo más! El corazón me late muy fuerte…  A ver ¿llevo bien el cuello de la camisa?, ¿estoy bien peinado? ¡Vaya! ¡el cinturón del coche me ha arrugado la chaqueta!, me la tenía que haber quitado para conducir.

¡Ya está ahí! Acaba de doblar la esquina. Mírala, han pasado años pero sigue siendo la misma, está igual ¡Qué guapa es! Anda de la misma manera. Se acerca. Creo que no sabe que soy yo –¡Hola…!– ¡Ahí va! ¡Vaya cara de sorpresa ha puesto! –¡Hola! ¿Y tú por aquí?– me dice. –Pues, he venido por unos temas del trabajo y he pasado a ver si te veía, para saludarte– miento. –Mira, te presento a…– No sé que nombre me dijo, pero de pronto me di cuenta de que venía acompañada. –La verdad es ahora me pillas un poco mal, lo siento– se excusa. –No pasa nada. De todas formas me tengo que ir, mañana tengo que estar de vuelta– No sé si esto lo dije o sólo lo pensé. Dí media vuelta. Todo, menos mi cuerpo, se murió. Nunca más regresé.



NOTA: Este texto lo escribí pensando participar en la convocatoria #relatosRegreso de @divagacionistas, pero no. No estoy a la altura y, además, total ¿para qué?

viernes, 8 de septiembre de 2017

¡Messi es dios!



En tiempos de Julio César el pueblo se calmaba con panem et circenses, o sea, con pan y circo. Durante siglos los ciudadanos romanos se olvidaron de su pensamiento crítico a cambio de recibir trigo, panes y entretenimiento gratuito. De esta manera los gobernantes pudieron disfrutar a sus anchas de cuantas prerrogativas se les fueran antojando mientras que con una aparente generosidad, aunque realmente era exígua en cualquier caso, mantenían anestesiada la voluntad popular.

Diecinueve siglos más tarde, el filósofo (además de economista y periodista), Karl Marx, publicó un artículo en el que en su alemán natal dijo aquello tan famoso de die religion sie ist das opium des volkes, o sea,  “la religión es el opio de la gente”. Con esto Marx aludía a que la promesa de otra supuesta vida, la amenaza de un castigo eterno para el alma que atribuye a las personas y a que la fe en dioses y santos para remediar todos los males, es doctrina suficiente para aplacar la rebeldía inherente al descontento, a la desigualdad y a la pobreza.

Y si ponemos todo lo anterior junto en una hipotética coctelera, agitamos bien y servimos, ¿qué tenemos para hoy en día? ¡Efectivamente!: televisión y fútbol. Pero no el que se practica por doquier en colegios, barrios o pueblos, no. El fútbol que se ve por la tele, el de los grandes clubes, el de los jugadores millonarios eficaces vendedores de camisetas y todo tipo de productos, propios o ajenos.

El fútbol, con la inestimable ayuda de la televisión, ha tomado el relevo al circo romano y a la decimonónica religión para adormecer conciencias y levantar pasiones, exageradas pasiones. Se llega a comparar a cierto jugador con dios; se insulta, se injuria, se vilipendia sin piedad y, lo peor, se desata la violencia vergonzante. Incluso entre los niños, inocentes víctimas de la insensatez adulta, el fútbol alimenta sentimientos que producen estupor.

El fútbol y sus dislates (como cuando alguien celebra más la derrota o el infortunio de un equipo rival que la victoria del propio), nos deja en evidencia. Pero lo que es tóxico para unos, en ocasiones es un bálsamo para otros. Por ejemplo, la selección siria de fútbol tiene la posibilidad de clasificarse para la fase final del mundial de este “deporte” a celebrarse en Rusia el año próximo. La selección de un país devastado por la guerra que tiene que entrenar y jugar sus partidos a miles de kilómetros de distancia y, finalmente, si lo consigue, ir a jugar a un país hostil. Algo que hace de esos jugadores sirios unos auténticos héroes al demostrar una verdadera vocación deportiva y, lo más importante de todo, la voluntad de dar un respiro a sus compatriotas masacrados, olvidados, exiliados, desaparecidos, ahogados, torturados, acribillados…  La voluntad de dar un respiro a las víctimas de la guerra y del odio. Un respiro a base de vocación por el fútbol ¡Bravo por la selección de Siria!

martes, 5 de septiembre de 2017

Palabra de Honor


Parece que invocar esa formula vaya a suponer que se nos dice la verdad o que se nos garantiza el cumplimiento de una promesa, pero de eso nada. Dar la Palabra de Honor al hacer una aseveración no la eleva a categoría de verdad inequívoca, como darla al comprometer algo no garantiza ni la palabra ni el honor de quien lo hace.

Sí, escribo Palabra de Honor en mayúsculas. No porque lo exija ninguna norma gramatical, sino por estas razones: Una, para distinguir conceptos y dejar claro que no hablo de “el palabra de honor” que así, en masculino, alude a una forma de escote y a vestidos, esos que, sin tirantes, dejan los hombros al descubierto y que parecen necesitar de un “palabra de honor que no me voy a caer”. (Por cierto, algo de esto hay en la leyenda del por qué a ese tipo de vestidos y escotes se les llama así). Y dos, porque palabra y honor unidos en esta máxima adquieren una dignidad superlativa que quiero enfatizar con esas letras capitales.

Hubo tiempos en los que la palabra era suficiente para sellar cualquier acuerdo. Hoy nos provoca sorpresa y admiración el que en algunas ferias seculares se sigan haciendo transacciones con un simple apretón de manos y, claro está, dándose la palabra. Así, a lo loco, sin contratos por escrito, sin albaranes, recibos o facturas (al menos en principio, luego los habrá porque Hacienda vigila). Es un vestigio de que la Palabra de Honor fue otrora tan legal como hoy en día lo es un acta notarial.

En los tiempos que vivimos, el honor, como concepto, no tiene mayor prestigio ¿Qué importa la honradez e integridad de quien nos habla si de todos es sabido que la verdad ha dejado de ser lo primordial? Esos que deberían ser los templos en los que se venera a la verdad, hablo de sedes parlamentarias, judiciales y medios de comunicación, lo son hoy del engaño, la tergiversación, el sesgo y la “posverdad”, el nuevo eufemismo para evitar decir “mentira” llamando a las cosas por su nombre.

Nos hemos acostumbrado al engaño, a la falacia, a la patraña y a la trola que desde instituciones, estrados, periódicos o telediarios nos lanzan a diario dando por hecho que nadie va a cuestionarse la diferencia entre apariencia y realidad.  Si Sócrates levantara la cabeza engulliría la cicuta con mucha más convicción que hace dos mil cuatrocientos años. Descartes, Leibinz, Hume…, ninguno de ellos soportaría una sola de las tertulias en las que la nómina de “opinadores” oficiales pontifica a diario en los medios.

La verdad es intrigante para la lógica, para la ciencia, para la filosofía…, porque la verdad no es otra cosa que una parte de la duda y dudar es la clave del conocimiento. Cabe recordar a Machado, Antonio, cuando, de forma breve y certera, habla de la verdad con sus versos:

“¿Tu verdad? No, la verdad;
y ven conmigo a buscarla.
La tuya guárdatela”

“¿Dijiste media verdad?
Dirán que mientes dos veces si dices la otra mitad”

La verdad no es esperada tanto como lo es la sinceridad. La una es cuestionable, la otra irreprochable. Uno sabe cuando quien algo le dice lo hace sinceramente, igual que intuye la hipocresía cuando se ve por entre las rendijas del lenguaje o la expresión corporal. No es fácil tener a alguien en quien confiar con la absoluta certeza de que te habla sinceramente y te trata con nobleza. Yo, por fortuna, sí lo tengo (mejor, he recuperado. Creo). No es fácil vivir sin comprometer la propia sinceridad pero, por lo que a mi me toca, seré sincero a toda costa. Palabra de Honor.