A veces no es necesario que un tribunal te condene; a veces,
sin que se tenga necesariamente que estar viviendo algún tipo de peligrosa
aventura intrépida en uno de esos países tenebrosos por ser y estar bajo
despóticos dominios, la propia vida y sus incompresibles e indomables
circunstancias te condenan a un silencio aterrador, al silencio del ostracismo,
al silencio despiadado de la marginación.
Érase una vez un muchacho que, ya en edad de empezar
abandonar las audacias inherentes a la vehemente juventud, no supo ver, hasta
pasados muchos, muchos años, como la concatenación de acontecimientos llegarían más allá de los que le
empujaron a un destino inimaginable. En un principio presumió siempre
superable una simple coyuntura que imaginó fugaz, efímera, temporal. Pero no, aquel destino no fue, a su pesar, nada pasajero.
Siendo joven, como muchos otros, pensó que una, dos, tres,
cuatro… cien adversidades eran siempre superables y que más pronto que tarde
retomaría el camino que sólo en su mente estaba trazado. Recurrió a otro lugar porque allí no le quedaba nada a lo que agarrarse y se esforzó por conseguir
en otro sitio, en un lugar extraño, lo que en su propia ciudad le fue negado, inalcanzable.
¿Cómo es posible –se preguntaba ya en la vejez- que nada me haya
sido favorable a pesar de mi empeño, de mi lucha, de mi decisión? Relegado a la
tristeza, cuando el coraje y la rabia dio paso al sosiego que sucede, por
puro agotamiento, a la tormenta de
la desesperación, reparó estar viendo pasar sus días en lugar insólito en el que sus gentes todavía usaban, cuando la injusticia pudiera conducirles a la indignación, una vieja máxima: «Ibi mut», o
sea, ¡cállate!, ¡no protestes! Sumisión ante todo, no incordies.
Aguanta y calla..., silencio..., guarda silencio...
Texto para #relatosSilencio de @divagacionistas
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