lunes, 19 de febrero de 2018

Ibi mut…

A veces no es necesario que un tribunal te condene; a veces, sin que se tenga necesariamente que estar viviendo algún tipo de peligrosa aventura intrépida en uno de esos países tenebrosos por ser y estar bajo despóticos dominios, la propia vida y sus incompresibles e indomables circunstancias te condenan a un silencio aterrador, al silencio del ostracismo, al silencio despiadado de la marginación.

Érase una vez un muchacho que, ya en edad de empezar abandonar las audacias inherentes a la vehemente juventud, no supo ver, hasta pasados muchos, muchos años, como la concatenación de acontecimientos llegarían más allá de los que le empujaron a un destino inimaginable. En un principio presumió siempre superable una simple coyuntura que imaginó fugaz, efímera, temporal. Pero no, aquel destino no fue, a su pesar, nada pasajero.

Siendo joven, como muchos otros, pensó que una, dos, tres, cuatro… cien adversidades eran siempre superables y que más pronto que tarde retomaría el camino que sólo en su mente estaba trazado. Recurrió a otro lugar porque allí no le quedaba nada a lo que agarrarse y se esforzó por conseguir en otro sitio, en un lugar extraño, lo que en su propia ciudad le fue negado, inalcanzable.


¿Cómo es posible –se preguntaba ya en la vejez- que nada me haya sido favorable a pesar de mi empeño, de mi lucha, de mi decisión? Relegado a la tristeza, cuando el coraje y la rabia dio paso al sosiego que sucede, por puro agotamiento, a la tormenta de la desesperación, reparó estar viendo pasar sus días en lugar insólito en el que sus gentes todavía usaban, cuando la injusticia pudiera conducirles a la indignación, una vieja máxima: «Ibi mut», o sea, ¡cállate!, ¡no protestes! Sumisión ante todo, no incordies. Aguanta y calla..., silencio..., guarda silencio...


Texto para #relatosSilencio de @divagacionistas

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