Parece que invocar esa formula vaya a suponer que se nos dice
la verdad o que se nos garantiza el cumplimiento de una promesa, pero de eso
nada. Dar la Palabra de Honor al hacer una aseveración no la eleva a categoría
de verdad inequívoca, como darla al comprometer algo no garantiza ni la palabra
ni el honor de quien lo hace.
Sí, escribo Palabra de Honor en mayúsculas. No porque lo
exija ninguna norma gramatical, sino por estas razones: Una, para distinguir
conceptos y dejar claro que no hablo de “el palabra de honor” que así, en
masculino, alude a una forma de escote y a vestidos, esos que, sin tirantes,
dejan los hombros al descubierto y que parecen necesitar de un “palabra de
honor que no me voy a caer”. (Por cierto, algo de esto hay en la
leyenda del por qué a ese tipo de vestidos y escotes se les llama así). Y dos,
porque palabra y honor unidos en esta máxima adquieren una dignidad superlativa
que quiero enfatizar con esas letras capitales.
Hubo tiempos en los que la palabra era suficiente para
sellar cualquier acuerdo. Hoy nos provoca sorpresa y admiración el que en
algunas ferias seculares se sigan haciendo transacciones con un simple apretón
de manos y, claro está, dándose la palabra. Así, a lo loco, sin contratos por
escrito, sin albaranes, recibos o facturas (al menos en principio, luego los
habrá porque Hacienda vigila). Es un vestigio de que la Palabra de Honor fue
otrora tan legal como hoy en día lo es un acta notarial.
En los tiempos que vivimos, el honor, como concepto, no
tiene mayor prestigio ¿Qué importa la honradez e integridad de quien nos habla
si de todos es sabido que la verdad ha dejado de ser lo primordial? Esos que
deberían ser los templos en los que se venera a la verdad, hablo de sedes
parlamentarias, judiciales y medios de comunicación, lo son hoy del engaño, la
tergiversación, el sesgo y la “posverdad”, el nuevo eufemismo para evitar
decir “mentira” llamando a las cosas por su nombre.
Nos hemos acostumbrado al engaño, a la falacia, a la patraña
y a la trola que desde instituciones, estrados, periódicos o telediarios nos
lanzan a diario dando por hecho que nadie va a cuestionarse la diferencia entre
apariencia y realidad. Si Sócrates
levantara la cabeza engulliría la cicuta con mucha más convicción que hace dos
mil cuatrocientos años. Descartes, Leibinz, Hume…, ninguno de ellos soportaría
una sola de las tertulias en las que la nómina de “opinadores” oficiales pontifica a diario en los medios.
La verdad es intrigante para la lógica, para la ciencia,
para la filosofía…, porque la verdad no es otra cosa que una parte de la duda y dudar
es la clave del conocimiento. Cabe recordar a Machado, Antonio, cuando, de forma breve y certera, habla de la verdad con sus versos:
“¿Tu verdad? No, la verdad;
y ven conmigo a buscarla.
La tuya guárdatela”
“¿Dijiste media verdad?
Dirán que mientes dos veces si dices la otra mitad”
La verdad no es esperada tanto como lo es la sinceridad. La
una es cuestionable, la otra irreprochable. Uno sabe cuando quien algo le dice
lo hace sinceramente, igual que intuye la hipocresía cuando se ve por entre
las rendijas del lenguaje o la expresión corporal. No es fácil tener a alguien
en quien confiar con la absoluta certeza de que te habla sinceramente y te
trata con nobleza. Yo, por fortuna, sí lo tengo (mejor, he recuperado. Creo).
No es fácil vivir sin comprometer la propia sinceridad pero, por lo que a mi me
toca, seré sincero a toda costa. Palabra de Honor.
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