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–¿Así vas a solucionar las cosas? ¿Acaso eres un cobarde?–
¡Esa voz! ¿De dónde sale esa voz? ¿Quién me habla? Me sentí
incapaz de mover un solo músculo. Abrí bien los ojos buscando la procedencia de
esa voz que me interpelaba y que, fuera quien fuera, ¿cómo podía saber lo que estaba pensando?
Sentado sobre el frío suelo, con la espalda apoyada
contra la barandilla del puente, bajo un cielo totalmente negro y
maravillosamente estrellado. Excepto por un horizonte irregular dibujado por escarpadas
montañas, el espectáculo era similar al que contemplé tiempo atrás en alta mar,
en noches sin luna, en la absoluta oscuridad del régimen de navegación nocturna que practican los barcos de guerra.
–No tendrás coraje para hacerlo ¡No lo hagas!–
Ahora sí, percibí la voz a mis espaldas… ¡No puede ser! Tras
la barandilla sólo hay vacío, casi 60 metros de caída libre hasta el fondo del
barranco. Tuve que concentrar todas mis fuerzas para girarme apoyando con firmeza las manos sobre el suelo. Vislumbré un suave resplandor que se movía lentamente.
No sé cuanto tiempo pasé allí. Llegué por la mañana. Era
domingo. Me prometieron una experiencia emocionante y nunca imaginé que fuera
tan intensa. No me creí capaz de saltar desde aquella altura impresionante
con una cuerda ataba a mis tobillos, ¡pero lo hice! Todavía podía sentir los
efectos de la colosal descarga de adrenalina. Nunca antes había respirado de
forma tan profunda y, aunque todo a mi alrededor estaba
cubierto de escarcha, no sentía frío alguno.
Más que el valor, me empujó la imperiosa necesidad de ser aceptado por aquel grupo, de relacionarme con aquella gente. Llevaba pocos meses viviendo allí, un lugar desconocido, extraño,
hostil. Lo había dejado todo atrás, no me quedó otra, con el hondo pesar de
perderlo todo..., todo. Tocaba otra vez empezar de cero.
–Saltar no es la solución, por muy desalentado que te sientas–
¡La voz de nuevo! Tenía que ver quien era, saber por qué estaba allí, conmigo, en aquel
puente ahora oscuro y solitario, intentando disuadirme de algo que solo anidaba en cabeza. Tuve la sensación de
que mi cuerpo pesaba toneladas, de que aunque lo intentara no podría moverme,
pero con un esfuerzo extraordinario conseguí, por fin, ponerme en pie y mirar de
frente a quien me hablaba. Vi una silueta resplandeciente, si acaso un rostro conocido, una mujer bella, la imagen de alguien a quien añoraba...
–¿Quién eres tú?–, pregunté
–Soy Selene. Cada veintinueve días bajo aquí, a la Tierra ¿Acaso ves a la Luna brillar esta noche en el cielo…?–
No puede ser ¿Me habla un ser mitológico? ¡Selene!, hija de titanes, ¡la mismísima luna…! Me estoy volviendo loco ¡Estoy perdido!
Desesperado, desasosegado, desorientado y vencido di un fuerte impulso, salté la barandilla metálica y caí al vacío… Me invadió un intenso vértigo, un vuelo eterno hacia una tenebrosa profundidad insondable. El aire gélido chocándome en la cara en un viaje sin retorno a pocos segundos del fin… Pero aquella luz me persiguió veloz interponiéndose en mi caída hasta que di de bruces en su fulgor…
Y desperté. Efectivamente, allí estaba, aterido, sentado en aquel puente que llaman de «las siete lunas». Me levanté y alumbrándome con la luz del móvil caminé hacia el coche. Regresé a casa. Era una noche cerrada, de novilunio, de esas en las que la Tierra anula la Luna. Nadie pudo verla, pero ella estuvo allí, como siempre. Y me salvó la vida.
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