Quien hace daño a sabiendas y obtiene con ello un placer o
una pequeña satisfacción ejerce la crueldad. Muchas veces puede que se inflija de una manera no demasiado consciente porque quien la ejerce sólo pretende
preservar su orgullo, mantener su postura o hacer valer su juicio por errado que este sea.
No hablo de daño físico, de un castigo sanguinario, sino de
la crueldad que solo se siente cuando alguien bien querido y apreciado actúa de
forma contraria a lo que se espera produciendo con ello un malestar
insoportable, un dolor que a la postre también nos está exigiendo que
aguantemos estoicos, imperturbables, humildes y complacientes. Un dolor que se
siente en el alma y de tan intenso llega a ser físico.
Hace ya más de un año busqué y encontré a una persona, una
mujer, de la que un inesperado e indeseable destino me apartó. No huí, no
desaparecí, ella sabía donde estaba e incluso estuvo allí, en el mismo lugar en
el que esperaba encontrar alguna oportunidad para sobrevivir a un tiempo
especialmente duro y complicado que en otros sitios, en mi propia ciudad, se me
negaba. Allí me dejó y regresó a la ciudad para empezar una prometedora vida
profesional que yo jamás me hubiera atrevido a perturbar.
Cuando por fin la reencontré, después de un delicado
acercamiento a través de las redes sociales y de algún correo en el que lo
primero que dejó claro es que después del tiempo transcurrido yo no era más que
un desconocido del que no recordaba gran cosa, tuvimos una primera entrevista telefónica. Tras el
saludo, su primera frase fue para decir “yo no te quiero”, a lo que
seguidamente añadió que “pero puedes decirme que me quieres”, eso es una
crueldad.
Pocos días más tarde, después de intentar explicar
infructuosa y torpemente lo pasado, el por qué de mi larga ausencia y mi propósito
de preservar y compartir, si acaso era aceptado, una sincera amistad, abrió un
blog. En su primera entrada relataba como fue seducida en cierta ocasión por un
hombre al que recordaba con detalle. Relataba una experiencia erótica en la que
el citado le explicaba cómo le haría el amor. Leer todo aquello fue
tremendamente cruel. Hablaba de que la memoria era selectiva y eso le gustaba.
Y yo, pobre idiota, mientras tanto me apenaba, ya no porque no me siguiera
queriendo, cosa que ya preveía, sino porque una y otra vez repetía que me había
borrado absolutamente de su memoria. Eso es crueldad. Muy dolorosa crueldad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario