Escribir es un arte; un arte académico. Que gusto da leer a
esos autores, periodistas o comunicadores que escriben con arte, que saben
decir entre líneas mucho más que las propias palabras de sus textos. Que placer
cuando el autor, además, declama con depurada cadencia y entonación su propio artículo ante el micrófono y lo
escuchamos en la radio. Que sofisticado es eso de comunicar con sencillez y ser
tan inteligible.
Siento una gran admiración por esas personas que parecen
estar tocadas por los dioses, que tienen el don de comunicar, de escribir o
decir las cosas con una preclara sencillez pero dejando patente su erudición,
su enorme sabiduría. Me vale aquí esa leyenda que antaño coronaba el frontispicio de los
seminarios: “muchos son los llamados y pocos los elegidos” (sentencia, por
cierto, sacada del Evangelio de Mateo 22, 1-14, en donde se asemeja el supuesto "reino
de los cielos" a la celebración de una fiesta organizada por un rey que ordena
a sus guardias atar de pies y manos y arrojar después a las tinieblas a un intruso que
se presenta sin estar correctamente vestido para la ocasión. Terrible escena.
Terrible y clasista, por mucho que
desde el adoctrinamiento retuerzan el significado de la parábola), pero vamos a
lo que vamos.
Ya lo han hecho antes muchos con más tino y destreza, pero
yo también, desde aquí, quiero romper una lanza por el buen uso del lenguaje,
algo que el humorista Héctor de Miguel, más conocido por “Quequé”, reclama con
contundencia argumentando que “es lo que nos diferencia de los hijos de
puta”. Está claro que el exabrupto
del humorista es pura retórica cómica, pero no deja de tener razón. Hay que ser
cafre y necio para corromper un patrimonio de tanta grandeza como el propio
idioma.
Estoy de acuerdo con esos postulados que, incluso desde
sillones de la propia RAE, defienden que el lenguaje es algo vivo y en continua
evolución, pero una cosa es incorporar barbarismos cuando por su uso llegan a
ser consuetudinarios en la jerga y otra la bestial contaminación que irrumpe
porque no son pocos los que, dejándose llevar por el snobismo (¡mira por
dónde!, ahí queda un claro ejemplo de barbarismo), abusan del uso de términos
paridos por los gurús de la nueva civilización con capital en Silicon Valley
(por cierto «Valle del Silicio» no de la silicona, como he llegado a oír a
algún “divulgador”. El silicio es un «no metal», un elemento que, entre otras
cosas, se usa para la fabricación de componentes electrónicos. La silicona es
lo que se usa para agrandar tetas). Y luego, por si fuera poco, está esa otra
polución del lenguaje que prolifera entre millennials y su gust x akotr palbras
x efect dl SMS, l guasap (o sea, Whatsapp), y demás aplicaciones del todavía
incipiente mundo digital.
Hay que vivir en el tiempo que toca y aceptar avances, tecnología, nuevos conceptos culturales y sus neologismos, claro que sí, pero hay que defender el patrimonio y poco o
nada hay más importante, representativo y señero que la propia lengua, ya sea
castellana, catalana, gallega, asturianu o mirandés (perdón, ya sé que hay
más). Renunciar a ella es como rendir la bandera, menospreciar la propia
identidad o tirar los ancestros al cubo de la basura. Usar de forma incorrecta el
lenguaje, hablado o escrito, es, además, una falta de respeto al resto de
paisanos, de compatriotas. Por favor, no seamos idiotas.
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