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La vida es azarosa para todo el mundo. Para unos es propicia
en éxitos, en recompensas unas veces sí y otras no tan aparentemente merecidas.
De la misma manera, para otros las cosas no son por lo frecuente especialmente
buenas y vivir, solventar el día a día, parece que les exige un esfuerzo
adicional que confiere a lo cotidiano un extra no siempre fácil de
sobrellevar.
Hay biografías estremecedoras, tan repletas de adversidad y
superación que quienes las protagonizan parecen personajes irreales,
extraordinarios, como los de una historia imaginaria de esas que sólo pueden ser
producto de la exagerada imaginación de algún novelista de ficción. Pero no,
algunas veces esas historias ocurren de verdad. Y no es necesario situarse en
escenarios de guerras, catástrofes o episodios tremendamente trágicos. Algunas
veces esas historias suceden al otro lado de la escalera o quizá hayan marcado la
vida de alguien a quien saludamos con frecuencia y de quien no sabemos mayor cosa.
Puede darse el caso, y se da, de que en un momento dado
nosotros mismos nos veamos sorprendidos por alguna circunstancia que nos exija un esfuerzo mayor o descomunal para superar la situación y luego, una
vez pasada, la recordemos con menor crudeza de la que en realidad aconteció.
Puede, incluso, que un episodio de tales características se prolongue mucho más
de lo que imaginábamos o creímos ser capaces de soportar, pero lo hacemos.
Nadie más ni mejor que nosotros mismos comprenderá entonces
la extraordinaria inclemencia de lo soportado porque, por lo general, quien no ha vivido en primera
persona ese tipo de episodios tendrá, caso de llegar a conocerlos, una visión
trivial de un relato que le sonará más a ficción cinematográfica que a una
cruda realidad vivida en toda su extensión, forma e intensidad.
Lo que de verdad importa antes, durante y después de esas
vivencias especialmente duras y casi siempre amargas, es poder contar con el apoyo de
quien esté dispuesto a comprender. Es cierto que los momentos más adversos de la
vida purgan por sí mismos las amistades y que pocos, excepto la familia, se quedan a
compartir lo más difícil. Y es verdad que hay quien los tiene que atravesar solo, sin poder contar siquiera con su familia porque ya no la tiene o porque la que
tiene está lejos, muy muy lejos.
Cuando la vida (el lugar no el azar), te pone delante
situaciones difíciles se cobra su precio, algunas veces uno demasiado alto.
Cuando se pierde todo, cuando se pierden supuestos amigos e incluso a personas
queridas, muy queridas, queda tan sólo la esperanza de que algún día podamos
recobrar su contacto y merecer su comprensión, su confianza, no su pena o su
compasión. El afecto de aquella persona tan especial, su amistad, su
calidez, su transigencia o incluso su perdón. Eso es lo que de
verdad importa.
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